Toda vida tiene su momento cúlmen, un auge, un punto de inflexión…. el mío llegó donde menos lo esperaba
Cuando regresé a Kenia pensé que nada había cambiado, sólo que llevaba entre pecho y espalda horas y horas en avión. Al llegar a casa pedí una pastilla para dormir. Curioso que después de dormir casi un mes entre ruidos y cerca de las arañas que tanta fobia me dieron siempre, sea en España donde necesite las pastilla.
Tsunza es un mundo aparte, distinto, para llegar a él hay que montar en una barca donde requieren 25 chiling, buen humor y bastante resignación para achicar agua, sonreír si te llueve encima y hundirse en el barro. Las muzungus (blancos) somos un espectáculo, torpes y quisquillosas andando entre el barro, pero me alegro, porque cada vez que alguien perdía el equilibrio, la gente de allí se reía, algunos de forma tímida, otros divertidos y espontáneos y todos, dispuestos a ayudar a levantarnos.
En Tsunza las cosas adquieren un valor distinto, un matiz que las hace especiales y valiosas, más que el oro. Por ejemplo el agua no es como aquí, en Tsunza es oro transparente, de un gran valor difícilmente calculable. Gracias a la organización hay grifos y aseos, pero si hay una avería el Gobierno sólo contesta "Pole pole" . Tsunza no es por tanto, lugar para ir de princesita aseada así que sin proponérmelo superé mi obsesión por ducharme tres veces al día.
Los voluntarios también nos acostumbramos a estar semanas sin luz eléctrica (aparte de la de la biblioteca y las linternas) así pues, de nuestras excursiones a las letrinas hicimos una parodia llena de humor, cansancio, cucarachas y estrellas. Allí las estrellas brillaban como luciérnagas o cristalitos y parecía que hubiese una por cada alma del lugar, almas que brillaban con luz propia en medio de la oscuridad de la que a veces se disfraza la adversidad.
Pero lo más importante del lugar, lo que diferencia Tzunsa del resto del mundo que antes había conocido era la gente y los niños en especial.
Tzunsa es cruel, es un cielo convertido en infierno, y también un castigo convertido en paraiso. Todos los días pienso en los niños rapados para no coger piojos, con ropa mugrienta (están todo el día jugando por la tierra) y con cuerpecitos delgados, pero muy felices y llenos de vitalidad. Jugar con ellos, intentar enseñarles y aprender de ellos, darles y recibir cariño fue parte del sueño que vivimos allí y del que, al menos yo, no éramos consciente. Los días en Kenia se sucedían formando una historia alejada de nuestras vidas y quizás de nosotros mismos. Creo que no podíamos valorar ni sopesar aquella situación hasta que no volviéramos "a casa" y nos diéramos cuenta de que sí, de que aquello era real, de que ellos no están allí, están aquí, en nuestra mente, en nuestros corazones, en nuestros recuerdos.
Cuando regresé a Kenia pensé que nada había cambiado, sólo que llevaba entre pecho y espalda horas y horas en avión. Al llegar a casa pedí una pastilla para dormir. Curioso que después de dormir casi un mes entre ruidos y cerca de las arañas que tanta fobia me dieron siempre, sea en España donde necesite las pastilla.
Tsunza es un mundo aparte, distinto, para llegar a él hay que montar en una barca donde requieren 25 chiling, buen humor y bastante resignación para achicar agua, sonreír si te llueve encima y hundirse en el barro. Las muzungus (blancos) somos un espectáculo, torpes y quisquillosas andando entre el barro, pero me alegro, porque cada vez que alguien perdía el equilibrio, la gente de allí se reía, algunos de forma tímida, otros divertidos y espontáneos y todos, dispuestos a ayudar a levantarnos.
En Tsunza las cosas adquieren un valor distinto, un matiz que las hace especiales y valiosas, más que el oro. Por ejemplo el agua no es como aquí, en Tsunza es oro transparente, de un gran valor difícilmente calculable. Gracias a la organización hay grifos y aseos, pero si hay una avería el Gobierno sólo contesta "Pole pole" . Tsunza no es por tanto, lugar para ir de princesita aseada así que sin proponérmelo superé mi obsesión por ducharme tres veces al día.
Los voluntarios también nos acostumbramos a estar semanas sin luz eléctrica (aparte de la de la biblioteca y las linternas) así pues, de nuestras excursiones a las letrinas hicimos una parodia llena de humor, cansancio, cucarachas y estrellas. Allí las estrellas brillaban como luciérnagas o cristalitos y parecía que hubiese una por cada alma del lugar, almas que brillaban con luz propia en medio de la oscuridad de la que a veces se disfraza la adversidad.
Pero lo más importante del lugar, lo que diferencia Tzunsa del resto del mundo que antes había conocido era la gente y los niños en especial.
Tzunsa es cruel, es un cielo convertido en infierno, y también un castigo convertido en paraiso. Todos los días pienso en los niños rapados para no coger piojos, con ropa mugrienta (están todo el día jugando por la tierra) y con cuerpecitos delgados, pero muy felices y llenos de vitalidad. Jugar con ellos, intentar enseñarles y aprender de ellos, darles y recibir cariño fue parte del sueño que vivimos allí y del que, al menos yo, no éramos consciente. Los días en Kenia se sucedían formando una historia alejada de nuestras vidas y quizás de nosotros mismos. Creo que no podíamos valorar ni sopesar aquella situación hasta que no volviéramos "a casa" y nos diéramos cuenta de que sí, de que aquello era real, de que ellos no están allí, están aquí, en nuestra mente, en nuestros corazones, en nuestros recuerdos.
El punto de inflexión del que hablé antes llegó cuando menos lo esperaba. Una mañana Mónica y yo decidimos acompañar a María, encargada de curar las heridas y la que más entendía sobre medicina de entre todas las voluntarias de julio. Aquella mañana curaron a Menya, un niño que lloraba de miedo al ver a los muzungus. Aquel niño con el pie quemado desde hacía semanas, que abrazaba a su madre mientras ésta le regañaba para que no llorase. Aquella resignación y asimilación del dolor marcó el antes y el después y ayudó a mi despertar personal. Aquel niño que aguantaba y resistía, un niño más entre todos aquellos adultos de tamaño diminutos, escuálidos y enjutos, que abrían los ojos como platos si veían una galleta María y la partían con cuidado en cinco pedazos para repartir con sus amigos, aquel niño que pronto como todos los demás, soportaría en su espalda el peso de sus hermanos, me llegó al alma.
Como él calaron en mi, todos los niños que conocí por esos detalles que marcan la diferencia entre el norte y el sur, entre el ser y estar, entre el vivir y el respirar. No podré olvidar jamás el detalle de un niño que al ganar un globo como premio por saberse la lección, desató el nudo y guardó el globo como el tesoro más preciado, una vez más, como oro en paño.
Estos enanitos rapados de un año a otro no crecen y parecen menores de lo que son, sin embargo de repente un día toman gesto de adulto y parecen mayores. Estando allí vi miradas ingenuas, alegres y divertidas entre los niños, sin embargo, de repente aparecian entre todos aquellos ojos que nos observaban fijamente miradas duras, penetrantes, maduras, serenas y dolidas.
Miradas como las de Sophy me impactaron; era triste, no sé si por lo vivido o porque era consciente de lo que le queda por vivir, pero su ilusión era jugar como los demás, vivir el presente, sin saber cuando el SIDA le arrebatará su mañana. Callada y discreta le gustaba que la abrazasen, como Rukilla Bonita, celosa, feliz, espabilada, y luchadora innata.
Ahora sé que el cambio concreto llegó con la cura del pie de Menya, pero no se redujo a eso, fue mucho, muchísimo más. Fue el día a día, el conocer a personas de sonrisa sincera y dolor ahogado. Conversar con chicas como Priscila que entre canto y canto, contaba que quería conocer el mundo con su hijo o como Rissiki, siempre amable y sonriente, que nos hablaba de la ropa típica del lugar, que para ellas es como un amuleto y una forma de comunicarse si necesitan ayuda.
Son mujeres y hombres como Madafu quien de vivir en España, sería un "Don Juan", chistoso y divertido, pero que en Tzunsa se dejó la espalda haciendo cemento para las construcciones. Hombres como Peter, sosegados, tranquilos, reservados que trabajan como hormiguitas, día y noche, que dan todo por los niños, por el futuro. Un bendito lleno de carisma con los niños, un flautista de amelín que con una palabra y una campanita acallaba a todas las voces alegres e inquietas. Un hombre soñador que no pedía nada a cambio y que amaba su tierra, su familia y su vida pero que soñaba con un mañana mejor.
Y también son niños como Maisha, tan pequeñita y con tanto carácter. Ella es demasiado pequeña para saber que la voy a llevar conmigo el resto de mis años y que se cuela con regocijo en pensamientos cotidianos de mi monótona vida española. Maisha tiene genio y me daba pellizcos de monja, pequeños y dañinos, caricias en forma de rasguño, llenos de la fuerza de una niña, que demuestra que está aquí llena de vida y que no va a dejar que un padre borracho o unas condiciones difíciles la pisoteen.
Son personas como nosotros, con sangre roja, pero piel más resistente, diferentes en costumbres, tranquilos hasta el extremo y dueños de una felicidad que sólo da el desconocimiento de que otro mundo es posible y la falta de posibilidades.
Meses más tarde hablo con mi gente y creo que no está todo en su sitio, creo que hay demasiada agua corriente, demasiadas luces encendidas, demasiadas chicas preocupadas en el color de sus uñas… No lo critico, cada uno tiene sus preocupaciones, acorde a su situación y en España hay gente que también las pasa realmente canutas y no creo que debamos ir de jueces ante los demás, pero si es verdad, que el estar allí es una lección de vida. No creo que los voluntarios fuésemos mejores que los demás por ir a Kenia, pero sí estoy segura de que los voluntarios que volvimos a casa somos mejores que los que marcharon a Mombasa.
Creo que nuestra cultura es muy distinta a la suya sin embargo, la esencia del hombre es la misma aquí y allí, lo bueno y lo malo es así en el primer mundo, en un país en vías de desarrollo y en el fin del mundo, la moral. Lo justo y lo injusto, el amor y lo más innato e intrínseco del hombre permanece inmutable en ambos lugares.
La máxima diferencia es que aquí exigimos que el mundo se pare por una nimiedad y allí no se permiten parar por la peor de las desgracias. En Tzunsa el hoy y el ahora es lo que cuenta, no hay lugar para quejas, para remilgos o para sufrimientos, sólo hay espacio para luchar por lo más valioso que tenemos y que aveces olvidamos: la vida misma.
Muchas gracias a quien haya llegado hasta aquí y la haya leido. Un abrazo a tod@s
1 comentario:
Precioso, me ha emocionado totalmente. Es todo cierto, y es una pena, que cuando estamos preocupados por esas tonterías tan grandes como "qué me pongo hoy" o "no tengo limpia la chaqueta que me va con este pantalón" no nos demos cuenta de lo estúpido de esos pensamientos. Gracias por compartirlo con todos nosotros. Eres muy valiente, por ir, por volver y por contarlo!
Publicar un comentario